Monday, May 30, 2005

Capitulo dos

Capítulo dos


-Ahora sí, pregúntame lo que sea, -dijo la mujer azul, abriendo los ojos para despertar de su trance.
-No sé qué preguntar.
-¿Cómo puede ser posible? Tienes cara de circunstancias, niño.
-¿Estamos volando? –preguntó Soleil, tanteando un poco el terreno antes de disparar sus muy preparadas preguntas.
-Sí.
-¿Quién eres? Es decir, ¿qué eres?
-Soy una mujer. Mi nombre es Leia. Eso ya lo sabes, -contestó ella con evasivas.
-¡Con piel azul!
-Una ilusión óptica que me ha tomado mucho tiempo desarrollar como parte de mi acto. Es falsa.
-Parece piel de verdad. Real.
-La realidad la hacemos nosotros, Soleil. Con lo que pensamos y ponemos en práctica.
-¿Hacia dónde vamos?
-A París, Francia. ¿Qué nunca has querido ver los campos elisios? ¿Ni siquiera una sola vez en tu vida?
-Mis padres siempre quisieron visitarla. Pero siempre lo dejaron para luego. Siempre había algo más importante que hacer con el dinero que viajar. Siguieron dejándolo para después, hasta que llegó Hitler al poder, y ya no pudimos salir de Auchwitz. Ni siquiera sé cómo llegué aquí. Estoy seguro de que si mis padres están vivos todavía, están encerrados en las “jaulas grises”.
-¿Te refieres a los campos de concentración?
-Sí. Nadie sabe cuántos hay, y dónde están ubicados en el mundo. Mi papá decía que Hitler es el demonio.
-Concuerdo con tu padre. Soleil, noto que debes estar tan triste que no te afecta la curiosidad tanto como debería.
-¿Por qué lo dice?
-Bueno, no me has preguntado todavía cómo llegaste aquí.
-¿Cómo llegué aquí?
-El mar te escupió en una playa de Puerto Cádiz. La gerente del circo te encontró y te trajo aquí, a mi caravana. Estuviste dormido por casi dos semanas, pero me imagino que eso no fue nada, porque debes haber dormido mucho más todavía.
-¿Por qué lo dice?
-Déjame preguntarte algo, ¿qué es lo último que recuerdas?
-No lo sé… un barco… mis padres… no lo recuerdo muy bien… -mintió el niño.
-¿Recuerdas qué edad tenías?
-La misma que tengo ahora. Trece años.
-¿En qué año sucedió lo último que recuerdas?
-Era el 1941.
-Soleil, estamos en el 48. Has estado dormido un año, flotando en el mar… Tienes catorce años.

El niño se quedó tranquilo en su confusión, tratando de asimilar la información, mientras finalmente, el peso de todo lo involucrado le caía por primera vez desde el naufragio. Una por una, las lágrimas le salieron cuando se dio cuenta de lo que había dicho sobre sus padres.
-Soleil, ¡no llores! ¡Sé fuerte! Que te falta mucho por recuperar. Estuviste dormido durante un año entero. Eso es tiempo que perdiste que tienes que recuperar. ¡No te puedes dar el lujo de llorar ahora!

Caló hondo en el corazón del niño náufrago la veracidad en las palabras de la mujer azul. Era cierto, y esa certeza lo convenció poco a poco de la necesidad de ser fuerte. Cosas peores estaban por venir. Se lo decía toda la fibra de su cuerpo de catorce menos uno. La mujer azul se acercó, probablemente para darle un abrazo, pero no pudo completar el acto, pues una turbulencia repentina sacudió la caravana. Una extraña voz suave de tono, pero alterada se escuchó en la habitación.

-¡Leia! ¡Leia! ¡¿Qué diablos pasa?! ¡Leia! ¡Contesta!
-¡No sé B.! ¡Parece turbulencia!
-¡Mira por la ventana y verifica!

Leia y Soleil se asomaron por la ventana de la caravana. En el cielo azul marino nublado con musgo blanco, unos aviones bombarderos con la swastika planeaban muy cerca de las caravanas voladoras. Sin previo aviso, luego de dar la vuelta en el aire, comenzaron a disparar con sus ametralladoras.

-¡Leia a BusinessWoman! ¡Nos están disparando! ¡B.! ¡Activa el escudo!
-¡Leia, ya lo activé, ahora haznos invisibles y sácanos de aquí!
-Soleil, lo lamento, pero nuestra conversación tendrá que esperar…

Soleil se quedó asombrado, sentado en la cama, mientras la mujer azul se sentaba nuevamente en el centro del círculo de luces dibujado en el piso de la caravana, cerraba los ojos y abría el que tenía en el medio de la frente. Leia suspiró unas palabras que sonaron extrañas al oído de Soleil: achtung melian risomella…
Muy pronto las sacudidas cesaron, así como los sonidos de balas perdidas y lluvias de éstas. Cuando Soleil sintió que era seguro asomarse por la ventana vio todavía los aviones merodeando el cielo, pero parecían moscas perturbadas que no sabían dónde encontrar la carne muerta. Poco a poco se alejaron hasta perderse en lo marino del cielo de medianoche. Debió haberse quedado dormido, porque cuando abrió los ojos, estaba en la cama nuevamente, y la luz del día resonaba por entre las cortinas de terciopelo. Hacía algo de frío, mas los aviones habían quedado atrás como el sueño maldito de una noche perversa.

-¡Buenos días, dormilón! –le dijo Leia, azotando un poco su nariz con gotitas de café que inmediatamente levantaron del niño los vestigios de morriña. –Tengo el día programado, pero hablé con la jefa, y me dijo que le ha otorgado tu custodia a dos de los nuestros, que deben estar llegando ya mismo… -la interrumpió el sonido de alguien tocando la puerta. –Fíjate, ¡deben ser ellos!

Leia abrió la puerta de la caravana, para revelar un hombre que Soleil ya había visto en su experiencia astral con el chocolate con opio. El hombre que hacía figuras animadas con el humo que salía de su cigarrillo.

-Soleil, te presento a Burg Ont. O. él es Soleil.
-Mucho gusto, señor Ont, -dijo Soleil tímidamente, a lo cual el hombre lo miró como un estorbo y no le contestó. –Afuera está el elefante, -pronunció el hombre desconsideradamente y casi sin respeto.
-Muy bien. Dile que nos espere afuera.

El hombre encendió un cigarrillo, botó algo de humo inicial sin forma, para luego crear un complicado diseño de dragón chino con el humo, que se desarrolló y voló hacia Soleil, amenazando con herir al niño. Soleil se encogió de miedo, pues el dragón parecía muy veraz. La mujer azul estiró su mano, y con un solo gesto, el humo se dispersó.

-¡Burg, compórtate!
-Aguafiestas… -replicó el hombre.

El hombre salió de la caravana dejando la puerta abierta tras de sí. Leia suspiró cansada, sin ánimos de enfrentarse a su día.
-Tranquilo, Soleil, todo va a salir bien. Ya verás que pronto te estarás llevando muy bien con todos. Como nunca trabajamos de día, puedes descansar todo lo que quieras. Si quieres puedes ir donde los nenes de Mary Ellen, que tienen una buena biblioteca. Si te gusta leer, eso es.
-Sí, me gusta mucho.
-Pues entonces, ya esta resuelto. Quédate con ellos hasta por la tarde. Yo te busco allí. Por ahora descansa. Cuando te levantes, Oliphànt te va a estar esperando afuera.

Soleil se tiró en la cama un rato, para descansar las emociones de la noche en que volaron las caravanas. Su mente dio un par de tumbos y luego se apagó, dejándole el camino libre para un sueño tranquilo sin sueños. Se levantó unas cuatro horas después, se limpió la cara con las manga derecha de su camisa y abrió la puerta de la caravana. La luz del mediodía le dio una suave bofetada. Pero allí estaba el elefante hindú-budista, sentado en posición de loto, con las patas delanteras haciendo el mantra de sa...-ta...-na...-ma..., esperando por Soleil con los ojos abiertos y muy solemnes. El niño náufrago se le acercó. Los ojos del paquidermo parecían mirar a través de él, pero Soleil comenzó a hacerle muecas y gestos cómicos, pero el elefante no se inmutaba. Hasta que el niño trató de posicionar sus ojos a lo que el elefante estaba tratando de ver.

-Buenos días, joven Soleil. –dijo el elefante asustando al niño.
-¿Puedes hablar? –preguntó el niño con curiosidad.
-¿Puedes tú hacerlo?
-Sí, pero yo soy humano.
-Y yo soy elefante, joder. ¿Has descansado algo?
-Dormí un poco, sí.
-Bien, estoy aquí para escoltarte a la carpa de Mary Ellen.
-¿Quién es Mary Allen?
-La pianista de cabellos rojos. Ya la conocerás más tarde. Por lo pronto acompáñame.

-0-

¿Cuánto tiempo ha sido?, te preguntas en voz interna. Has vagado toda la vida, toda la Tierra, todos los tiempos y épocas buscando una respuesta a tus sortilegios. Extraña criatura has resultado ser. Tu padre no te dio un apellido, no porque no quisiera, sino porque en aquellos tiempos no existía tal cosa. Pero te dio algo mejor: las cartas.

Caminas por la Tierra, ves cómo París, Londres, Tokio, llegaron a ser lo que son. Las has visto subir y derrumbarse varias veces, las suficientes como para saber que la vida es enteramente cíclica y sardónica. Tú misma estuviste allí cuando Constantino hizo trizas lo que quedaba de la gran Roma con sus estupideces cristianas. Ah, pero no son estupideces, ¿no es cierto? Tú más que nadie lo sabes, tal vez aún más que tu padre.

Caminas por las calles de un Montmartre abandonado por los bohemios. Ante la amenaza de las swastika, a los parisinos no les quedó más remedio que recoger sus ropas ligeras y largarse de su tierra, de muy mala gana. De alguna u otra forma, sabían que debían hacerlo, más aún tú, sabiendo que Hitler es la reencarnación de tu padre. Puedes sentirlo acercándose, ¿no es así? ¿Con sus tanques, y ejércitos con bazookas, metralletas, pistolas y violencia? Bien en lo profundo de tu ser, temes enfrentarle, temes que no te reconozca y vayas a parar en una de esas barracas llenas de judíos, negros, Testigos y homosexuales. Pero, ¿de qué hablas? Tú sola podrías destruir su ejército entero, incluyendo las fuerzas aliadas franquistas y fascistas. Después de todo, tú eres Pandora, hija primogénita de Caín.

Caminas por los inmuebles de ladrillo, los restaurantes escondidos entre callejones, los edificios dentro de edificios, Le moulin des feuilles persistants, Les trois moulins, Le moulin bleu, las vitrinas de cristal rotas, las frutas del bazar podridas en la calle, soltando la vieja peste de los gérmenes satánicos de ultramundo, porque sabes que es eso lo que realmente son, porque tú eres Pandora, una de las criaturas más antiguas de este mundo, la más vieja, salvo tal vez, tu padre y tu tío, que todavía están vivos.

Llegas a un callejón y sacas un pintalabios de tu bolso. Rouge cramoisi de la bette #122. En vez de pintarte los labios, como usualmente harías en momentos como este, comienzas a dibujar en una de las paredes, aquella que mira hacia el este, por aquello de no hacer pactos con Alá, unos círculos concéntricos dentro un círculo mucho más grande. Hecho esto, escribes runas que se van tornando de color shocking pink a medida dejas fluir tu grandioso poder. Algo te detiene. Acaso el recuerdo de la última vez que hiciste lo que te dispones hacer ahora.

Fue allá para 1914, par de décadas antes. Estabas en un bar, en la ciudad de Sarajevo. Hacías tu acto de magia, acompañada de un pianoforte muy delicado, un ángel caído tal vez, que tocaba como si supiera que tú eras prácticamente una diosa. Comenzaste a quitarte la ropa, quedándote en unas pantaletas muy rojas, que hacían juego con un sostén con encajes y sombrero de copa. Volvías locos a los hombres, cuando la locura de ellos te llegó tan adentro, en olas y olas de frenesí tangible, que tus cartas comenzaron a volar por todo el lugar, haciendo que los arcanos se manifestaran físicamente, creando colgados, hombres con cara de sol, mujeres con máscaras de luna, hijos bastardos con caras de estrellas, mientras hombres valientes cabalgaban fieros caballos hacia guerras inexistentes en aquel espacio, brujas, emperatrices, reyes y magos, parcas con hoces largas, y muchas ruedas de la fortuna. Tú eras el tarot, porque eres y siempre has sido, la caja de ti misma. Aquella noche, miles de idiomas y dialectos se confundieron en las lenguas de los presentes, aún en aquéllos que por casualidad paseaban en un radio de tres millas a la redonda. Fue una explosión de colores que derrumbó medio edificio, del cual hubo sólo un sobreviviente: un estudiante serbio cuyo nombre nunca conociste y que nadie ha querido revelar hasta el día de hoy, quien salió de allí en camino a asesinar al príncipe Francisco Fernando, y su esposa, herederos del trono de Austria-Hungría, provocando la ira del emperador Francisco José, detonando la ira de Austria contra Serbia; Austria se unió a la Triple Alianza junto con Alemania e Italia, mientras que Serbia se refugió en la Triple Entente, que ya estaba compuesta de Gran Bretaña, Francia y Rusia. El choque entre alianza y alianza hizo estallar la Primera Guerra Mundial. Y todo por culpa de uno de tus clientes... te dices a ti misma, mientras te castigas por la responsabilidad que trae tener un gran poder como el tuyo, porque después de todo, tú eres Pandora.

Pero ha habido otras veces, aun cuando no quieras recordar, porque en este momento, una carta del Tarot cae de la nada, acaso del apartamento olvidado de alguna judía clarividente, quien no pudiendo advertir que llegaba la ola nazi, vegeta tranquila en algún campo de concentración oculto en alguna parte de Europa. Pero tú sabes que no es así. Esa carta sale del aire para ti, porque tú eres Pandora, Dama del Tarot, y el Tarot eres tú, tal y como el Santo Fantasma es la telekinesis de Dios, y Azazel, la del Diablo. Extiendes tu mano al aire, y la carta se posa sobre ella, como una mariposa en flor carnívora que desconoce su fulminante destino último. Volteas para ver, aunque no es necesario, desde que la tocaste sabes que se trata del arcano número 14: el Ángel de la Templanza. Lo único que te pone nerviosa es que está al revés. Te asalta la idea de que tu padre no es el único que anda reencarnado por el mundo en estos días. Tu tío también.

-0-

El elefante previamente había tomado al niño por el costado con su trompa y lo había elevado hasta sentarlo en su espalda. Lentamente había recorrido el elefante el camino a través de las carpas hacia la tienda de Mary Ellen. A ambos lados de la vereda, todavía los carnavaleros montaban sus puestos de juegos, peluches, y sus tiendas para sus inverosímiles actos de circo. Sin embargo, el panorama del circo no dificultaba el campo visual de Soleil, dejándolo apreciar el lugar donde se montaba el carnaval: un terreno baldío en las sombras de la Torre Eiffel.

-Oliphànt, ¿por qué están trabajando a esta hora?
-Porque hay que tener el circo preparado para la noche.
-¿Cómo se entera la gente de que estamos aquí?
-La gerente se encarga de ir a la ciudad, o al pueblo, pedir los permisos necesarios, chantajear a quien haga falta, y sobornar a todo el que se pueda sobornar.
-¿Quién es ella, BusinessWoman?
-¿La has visto ya?
-No, todavía no la he conocido. ¿Y tú?
-Nadie sabe quién es ella. Nadie le ha visto el rostro. Aunque yo la he visto en sueños. Después de todo, soy un elefante-dios.
-Si nadie la ha visto, ¿cómo saben que existe?
-BusinessWoman se comunica con nosotros a través de Leia Luccana.
-¿Cuál es su caravana?
-Es una que dice LA GERENCIA. Pero casi nunca se puede ver a simple vista. Aparece cuando no la estás buscando, así nomás, de la nada.
-¿De veras eres un dios?
-Si no lo fuera, ¿crees que podría estar hablando contigo como lo hago ahora?

Soleil se sumió en un silencio pensativo durante el resto de la travesía sentado en la espalda del divino paquidermo. Cuando arribaron a la tienda de Mary Ellen, escucharon una melodía suave, una de las composiciones de Mozart con una probable taza de Earl Grey con jazmines y orquídeas perfumadas. Los varoncitos, vestidos decentemente esta vez, aguardaban el aviso de su madre leyendo tranquilamente en el “zaguán de la tienda”, que no era otra cosa que la misma plataforma de su acto, transformada con sábanas y cojines en una sala. Los niños habían traído un baúl lleno de libros que los mantenían entretenidos en momentos de ocio. Oliphànt se despidió de Soleil.

-Con algo de tiempo y suerte, nos veremos esta noche, Soleil. Búscame entre suspiros.
-Así lo haré –contestó Soleil, un poco aturdido por lo que dijo el paquidermo, -eso creo.
Romuald, el más grande de los muchachos, le dijo que podía entrar, que se acercara. Ya de dieciocho años de edad, Rom, como le decían todos en el carnaval, había desarrollado un hermoso cuerpo, casi tallado en madera, que guardaba receloso debajo de su camisa blanca percudida por el tiempo, y sus pantalones gastados por el eterno viaje del carnaval. Sólo se veía algo de sus músculos, a través de los botones abierto de su camisa. En sus manos, sujetaba una copia de The Patchwork Girl of Oz, uno de los catorce libros que había escrito L. Frank Baum durante toda su vida. Soleil alcanzó a mirar a sus hermanos, Matthew, el más pequeño, leía The Hobbit de J. R. R. Tolkien, mientras el hermano del medio, Paul, se entretenía con Alice in Wonderland de Lewis Caroll.

-Entra, Soleil.
-¿Qué leen?
-Libros de fantasía.
-¿Qué es eso? –preguntó Soleil inocentemente.
-La fantasía es un retiro espiritual... –comenzó a contestarle Matthew. –Un retiro del mundo físico... –concluyó, sin tan siquiera levantar sus ojos de la palabra escrita en las páginas de The Hobbit.
-¿Un retiro de qué, exactamente? –inquirió Soleil más profundamente.
-Todos estos autores sabían que el mundo se iba a joder cuando comenzaron a escribir. –contestó Romuald. -De repente el mundo real les pareció una porquería, y decidieron crear mundos a donde se pudieran refugiar tranquilamente. Mundos, donde la violencia no les afecta, no porque no exista, sino porque ellos son dioses de los mundos que crean. De eso se trata la fantasía. De un retiro sin fin.

Soleil se quedó mirando el baúl de libros de los muchachos. Parecía no tener fondo, o mejor dicho, no lo tenía, según los ojos de Soleil. Pero entre los billones de libros contenidos en el baúl, había uno que lo estaba llamando.

-Si quieres, puedo prestarte uno de nuestros libros, -dijo Paul, el hermano de edad mediana, mientras los otros dos hermanos observaban el cuadro con extrema curiosidad. -¿cuál escoges?
-Éste, -pronunció Soleil, sacando un libro del baúl de la misma forma que el rey Arturo había sacado Excalibur de la piedra.
-Peter Pan, de J. M. Barrie... –contestó Rom. –Interesante elección... –dijo mientras los hermanos se miraban entre sí nuevamente.

Esa tarde el tiempo pasó a favor de Soleil y su tan entretenida lectura. ¿Quién se hubiera imaginado que con sólo algo de polvo de hadas y bonitos pensamientos se podía volar? ¿Y negarse a crecer? ¿Quién lo hubiera pensado? Después de transcurridas cinco o seis horas, Soleil se guardó el libro debajo de la hebilla de su pantalón y se despidió. Cuando Soleil salió de la tienda de Mary Ellen y los muchachos ya era de tarde. Se acercaba la noche, y las luces del circo se encendían para dar la bienvenida a la gente al carnaval. La música de las radiolas se esparcía como por proceso de difusión para crear el ambiente propicio para diversión familiar. Adentro de la tienda comenzaban a escucharse las teclas de Mary Ellen llenando el aire con las crónicas y los relatos que había acumulado en sus viajes de circuito circense desde pequeña.

El niño náufrago se adelantó a la música al decidir dar una vuelta por el circo en busca del Sr. Oliphànt, o de Burg Ont. Pero ninguno de ellos se encontraba por los alrededores. Soleil comenzó a pasearse por entre los puestos de juegos y premios, sin realmente un rumbo fijo en la mente o en los ojos. De repente arribó a una extraña vereda aislada, entre tiendas y carpas, entre el murmullo de la gente que ya comenzaba a llegar, entre las sombras del atardecer que lo callaban todo. Déjà vu... pensó para sí. Claro, ya había pasado por este lugar, en su previo viaje astral inducido por el olor del chocolate con opio de los hermanos Holopainen.

De repente escuchó un murmullo detrás de su sombra. Cuando se volteó, le pareció ver el celaje de Tsuki Mardi entre la multitud. Pero sólo lo podía ver con el rabo del ojo. Cada vez que volteaba su cara, la arlequín desaparecía de su campo visual sin dejar rastro alguno. Así que Soleil se resignó al juego de persecución, y caminó rumbo arriba por la vereda misteriosa, llegando a una loma no muy alejada del carnaval, desde donde se podía apreciar mejor la “torre de los francos”, como le llamaban en aquel entonces a la Eiffel. También se veían muy bien el Arco y los campos elíseos que pasaban por debajo de él. Alrededor del niño, a lo lejos en la planicie, muchas luces comenzaron a encenderse como mar de luciérnagas en calma, tan cercanas y tan lejanas a un mismo tiempo. Un sonido extraño como del aleteo de una gran ave de rapiña rozó los vellos de la parte trasera del cuello de Soleil. Detrás de sí, se erigía una caravana solitaria, la misma que había visto en el carnaval en Puerto Cádiz. Esta vez verificó que los enanos trillizos no estuvieran a la vista. Con el corazón palpitando fuertemente, y casi a punto de un desmayo por el miedo que le surgió en el cuero en ese momento, Soleil se acercó, no sin que la fuente de su persecución le propinara un sobresalto del susto.

-¿Qué haces? –preguntó Tsuki muy repentinamente.

Soleil gritó de momento. Cuando se recuperó de la sorpresa le gritó de vuelta a la niña.

-¡¿Qué diablos crees que haces?! ¿Me quieres matar del susto?
-Lo lamento. ¿Qué haces?
-Sólo paseaba por el circo. ¿Qué no tienes un acto que preparar?
-No. Hoy es mi día libre.
-¿Y no tienes nada mejor que hacer?
-No. Seguirte me parece suficientemente divertido.
-A mí no. Déjame tranquilo.
-¿Sabes? No deberías estar aquí. Ninguno de los otros empleados del circo se acerca aquí nunca. Sólo Leia.
-Y los enanos.
-¿Qué enanos?
-Los enanos trillizos que protegen esta caravana.

Tsuki lo miró extrañada, como si no supiera de qué estaba hablando.

-Soleil, llevo mucho tiempo trabajando para este circo. Conozco toda la gente que trabaja aquí. En este carnaval no hay enanos trillizos...
-Yo los vi el primer día que estuve aquí. Digo, en Puerto Cádiz. O sea, en este carnaval.
-Soleil, estás delirando. Y no deberías estar aquí. Es sacrílego.
-¿Qué es eso?
-Sacrilegio es la profanación de algo sagrado. Debes respetar el aura que rodea esta caravana. Por algo está escondida, ¿no crees?
-¿Ahora quien tiene miedo eres tú, joder? Si es así, vete. Nadie te ha pedido que estés aquí, en primer lugar.

La niña se fue un poco triste, con la cabeza baja y musitando extrañas canciones de niño en voz de suspiros casi imperceptibles. Soleil se dio cuenta de ello, y que ya en ese momento comenzaba a arrepentirse de lo dicho. Mas la curiosidad de la carreta pudo más. Al voltear su cabeza pudo verla más claramente. Tenía un mensaje pintado en su puerta:

No entre
LA GERENCIA


Una sonrisa traviesa se formó dentro de Soleil. Inmediatamente dio la vuelta a la caravana y encontró los escalones hacia la puerta frontal. Cuando subió se detuvo un segundo, tal vez esperando que los trillizos enanos aparecieran para impedir su entrada. Pero nada lo interrumpió en su jornada.

La puerta se abrió sin esfuerzo alguno. Por dentro, la carreta parecía mucho más espaciosa de lo que se veía desde fuera. Parecía de hecho, no una carreta, sino un carro grande de tren. La carreta no estaba enteramente oscura. En un altar cerca de la pequeña ventana de vitral, tres velas ardían en llamas azul, roja y amarilla, iluminando los extraños artefactos que allí se encontraban: un melocotón dorado con dos mordidas, una espada de fuego con el nombre de un ángel poderoso grabado en hebreo y japonés, un par de zapatos con rubíes, un gran martillo imposible de levantar con el nombre de Mjolnir grabado en la marrón, un cuchillo de plata con el símbolo de la Orden de los Templarios, par de estatuillas de dioses mayas, incas y aztecas, un esqueleto de forma muy extraña con una gran trompa y cuencas oculares de cristal que evocaban la furia de algún dios foráneo antes de su muerte, y tres jarrones de cristal con fetos adentro, fetos cuyos ojos permanecían abiertos mientras flotaban en formaldehído. Las manos de Soleil tiemblan por unos instantes, su corazón da un salto y quiere quebrarse. Pero Soleil sigue acercándose al fondo de la caravana. Allí encuentra una cortina de agua cayendo. Soleil se rasca los ojos al no creer el producto de su visión. Gracias al ingenio de un compartimiento secreto en el techo, y otro en el piso, el agua cae desde una cisterna escondida, según lo que podía imaginar el niño, para ser recogida en una alcantarilla camaleónica que debía tener algún mecanismo, según la pobre imaginación del niño, que la recogería hasta devolverla al techo, de dónde saldría nuevamente. Era como una metáfora del ciclo del agua, muy obvia para ser metáfora de eso nada más. El agua lo repele. Cada vez que extiende su mano para tocar el millón de gotas que caen al unísono, algo lo disuade de no hacerlo. Algo en lo más íntimo de su cuero. Como un impulso de los nervios que lo hacen virar su mano inmediatamente. Hay algo extraño en este lugar. No me gusta para nada.

Soleil se volteó y allí estaba. Lo que había estado buscando desde que despertó de su sueño de siete años. Un candelabro de siete brazos. Una minorah judía. Sin embargo, cuando se acercó para agarrarlo se dio cuenta de que era intangible. Sólo podía verlo, pero no había forma de tocarlo. Sus manos pasaban por el objeto sin poder tomarlo. Entonces el mundo comenzó a dar vueltas locas alrededor de su cabeza, giros insanos que terminaron por confundirlo hasta marearlo. Cuando abrió los ojos se dio cuenta que no estaba en ninguna caravana. Lloró desconsoladamente, mientras Leia lo tomaba en sus brazos y lo acurrucaba como a un bebé.

-Tranquilo, Soleil. Todo va a estar bien.
-¿Ya ves por qué odio los niños, Leia?
-Burg, este no es el momento, -le contestó la mujer azul, mientras en su rostro, un zafiro parpadeaba entre sus cejas.
-Puedes decir lo que quieras, pero no podemos dejar que siga deambulando por ahí. Yo digo que lo pongamos a trabajar.
-Burg, mañana hablaremos de ello.

Eso fue lo último que Soleil escuchó antes de quedarse dormido, a la misma vez que pensaba en las generosas tetas azules de Leia.

-Míralo el pobre... –observó Oliphànt con un cierto tono de dulzura en su voz. –Con una mano se chupa el dedo, con la otra se está tocando. Leia, creo que está pensando en ti.
La mujer azul le parpadeó el zafiro con una mirada furiosa.

-No te enojes, mujer foránea. El niño está creciendo rápidamente. Está compensando por todos esos años que estuvo dormido.

La mujer extraterrestre no dijo nada. Simplemente se limitó a observar cándidamente al niño náufrago que tenía en brazos.

-0-

Mientras tanto, en lo que parece ser el otro lado del mundo, los alemanes cruzan hasta Palestina, siendo recibidos por una falange de árabes y judíos, unidos con los británicos. La armada de los tres grupos envueltos derrotó a los alemanes, empujándolos hasta el otro lado del mapa, donde Ghandi y sus seguidores habían destituido el régimen británico, liberando a la India, tan sólo hacía unos meses atrás. Esa mañana Mohandas se levantó sudando. Había tenido un sueño maravilloso y terrible. Había soñado con una hija que nunca tuvo en la vida real, porque su hija onírica tenía más de 6,000 años de edad. Su hija lo llamaba a despertar del sueño. La batalla está por comenzar... le decía repetidas veces con su dulce voz. pero detrás de su hija había una legión de figuras extrañas que le hacían guardia, monstruos y gente disfrazada, como de carnaval. Y ella tenía poder sobre ellos, pero ellos no sobre ella. Y su voz era como agua sobre labios de mármol, deslizándose hacia el Ganges de su tiempo, mucho más limpio de lo que sería en el futuro.

Cuando se levantó, decidió leer un poco, ayunar y meditar en el sattyagraha.

-0-

En el año 3000 AC, Adán corre por la región selvática de Shangri-la, mejor conocida en aquellos tiempos por Edén. Los gritos de alegría de su mujer lo llamaban a que corriera a su lado. Estaba a punto de dar a luz, y era motivo de regocijo, pues en aquellos días, el dar a luz no era motivo de dolor físico todavía.

Cuando Adán arribó a la fuente del llamado de su esposa, encontró que de sus fauces salía la primera cabecita. Una cabecita blanca con ojos violetas y cabello de plata. Parecía una estrella. Inmediatamente lo tomó en sus brazos y se lo entregó a la madre, sin necesidad de cortar cordón umbilical alguno, pues eran perfectos y no necesitaban de uno.

-¿Dónde está el otro? –preguntó Eva.
-¿Cuál otro? –respondió el hombre.
-¡Mi otro bebé!
Adán miró extrañado nuevamente las fauces de su esposa. Allí estaba por nacer el segundo de los gemelos, de los cuales sólo Eva tenía conocimiento, pues se lo habían dicho sus niños en un sueño. Su cabecita se asomaba con dificultad, pero su padre la tomó con sus manos y se maravilló de los pocos cabellos fosforescentes que tenía, amarillo-luciérnaga, y sus ojos rojos. Su padre haló suavemente y descubrió el cuerpecito perfecto de un niño adorable. Lo acercó a su madre y a su hermanito y los bendijo a ambos.

-Ojos rojos te llamarás Abel, porque eres el más joven... –comenzó Adán. -Ojos violetas te llamarás Caín por haber sido el primero... –concluyó Eva.

De pequeños siempre quisieron estar juntos. Sus padres le hicieron camas separadas con hojas secas y pétalos marchitos de flores muertas. Pero los hermanos siempre encontraban alguna forma de dormir juntos, desnudos porque esta parte de la historia es pre-pecado original. A menudo sus padre los sorprendían abrazados, uniendo sus bocas en medio de sus sueños, respirando el mismo aire reciclado entre sus lenguas, que unidas, avistaban que la unión sería permanente, para siempre.

Cuando cumplieron dieciocho años de edad, Abel y Caín fueron al campo para hacer sus ofrendas al Creador, un rito cabalístico que les había sido entregado por la Estrella del Amanecer misma. Caín recogía sandías, melocotones, lechuga fresca, los mejores mangos, las cerezas más rojas, lo mejor que su tierra tenía que ofrecer. Abel tomó una oveja, su mejor amiga, y la ofreció en sacrificio, atada de patas, sobre un puñado de leña.

Cuando estuvieron preparados, Caín tomó un cuchillo de plata, al que milenios después se le grabaría el símbolo de la Orden de los Templarios; lo alzó al cielo y comenzó a recitar en un idioma que ya no existe:

-Ahithly guthlian Elohim Yahweveh… -a lo que Abel contestó –murahi shelobmelai ankhilimoli medusaina!

El cielo se abrió inmediatamente y en medio del aire apareció la gran ciudad del Dios Todopoderoso: un gigantesco cuadrado de oro pulido como el cristal, con doce puertas que eran perlas, y un muro hecho de doce piedras preciosas y precisas distintas. Un trono yacía contenido en el centro de la ciudad. Una voz salía del trono, la cual pertenecía a un hombre maduro de cabello corto negro, un ojo violeta y otro rojo.

-Yo soy Dios Jehová Elohim, de los muchos nombres. ¿Qué me han traído en ofrenda?
-Lo mejor de la tierra, amo, -contestó Caín.

El hombre frente a ellos lo miró tiernamente a los ojos, luego a su ofrenda, nuevamente a sus ojos.

-No es suficiente.

Caín se quedó pasmado, pero inmediatamente bajó la cabeza. No quería que su hermano viera sus lágrimas. Dios se acercó a Abel, y al ver su ofrenda la aprobó inmediatamente.

-Esta ofrenda escojo el día de hoy. Muy bien Abel.

Con ello, el hombre de cabellos negros se acercó aún más a Abel y lo besó tiernamente en la boca. Su lengua se sintió como un almíbar de gloria que no vería rival posible jamás. La lengua de Dios se sintió como una miríada de bofetadas propinadas por un ser invisible. Abel se sintió levitando, pero también invadido por un espíritu que usurpaba todos sus agujeros. Sintiéndose violado, Abel se quedó pasmado y bajó la cabeza. No quería que su hermano viera sus lágrimas.

Dios se retiró, tomando la oveja con él.

-Esta oveja será mi hijo, el que vendrá a salvar este mundo impío.

Sin nada más, la ciudad esplendorosa desapareció sin dejar rastro en el aire.

-Caín... –dijo Abel después de un largo rato. –Adondequiera que tú vayas, yo iré. Siempre.

Caín lo miró calmadamente, su mano extendida pidiendo el cuchillo. Caín se lo dio de buena gana. Para lo cual Abel lo tomó y se apuñaló siete veces en siete lugares distintos de su cuerpo.

-¡No!

El grito fue de Caín, pero asimismo, de toda la creación. Incluyendo el Creador, quien no bajó del cielo esta vez.

-Adondequiera que tú vayas, yo iré. Siempre. –contestó Caín tomando el cuchillo de su hermano, y espetándoselo en cu cuerpo seis veces, en seis lugares distintos.

Al otro lado del jardín Edén Shangri-la, Adán y Eva planificaban tener más hijos para llenar la Tierra, como les había dicho el Creador, quien se les apareció en el momento cúspide del orgasmo compartido, cuando habrían liberado la kundalini de sus cuerpos, la cumbre de la búsqueda tántrica de un cuerpo a otro.

-Han pecado, -dijo Dios entristecido.
-¿Quiénes? –preguntó Eva.
-Tus hijos, mujer. Han pecado. Ambos se privaron la vida.
-¿Por qué? ¿Qué ha sucedido? –preguntó Adán.
-Los maldigo a ambos. El que se acuchilló siete veces será un ángel, mientras que el que lo hizo sólo seis, será un demonio. Ambos vagarán la Tierra por siempre, pues al ángel no puedo permitirle entrada al cielo, y al demonio no puedo dejarlo en manos de Lucifer. En cuanto a ustedes dos, no hagan nada que alimente mi furia, o perderán lo poco que les queda.

Y asimismo como llegó se fue, no sin antes echar una mirada de oprobio al ver sus cuerpos desnudos. En medio de un ligero tornado de hojas secas desapareció.

Por mucho tiempo anduvo Dios por Edén buscando los gemelos. Los encontró en una cueva, tratando de amarse sin lastimar sus alas. Inmediatamente Dios prendió a Abel y lo arrebató de manos de Caín. Haciendo un llamado a sus fuerzas angelicales, aparecieron Uriel y Miguel, quienes ataron a Caín, haciendo que mirara, mientras Dios sodomizaba a Abel.

-¿Te gusta, hijo mío? Prueba... un... poco... de mi... Espíritu... ¡Santo!

Cuando Dios terminó, vertió su semilla en la cara de Abel, quemándole el rostro.

-¡No! ¡Abel, no!
-Caín, mi paciencia tiene límites. Nada le pasará. Es un ángel ahora. En todo el sentido de la palabra. Mañana se levantará con el rostro como el de un niño. En cuanto a ti, eres un asco ante mi presencia. Te maldigo a no volver a ver a tu hermano jamás, excepto para matarlo, que es lo que debiste hacer, lo que estaba escrito en mi libro. Vagarán ambos por el mundo, tendrán hijos, y cambiarán de forma. Morirán si así lo desean. Pero la muerte no cambiará el maleficio. Hasta nunca, Caín.

Con eso, Dios, Uriel y Miguel se llevaron a Abel entre brazos, lanzándolo muy lejos del jardín de Edén, a tierras baldías donde la luz de la creación no había llegado todavía.

Una mujer con piel azul lo observaba todo desde las sombras, reportándole todo a su jefe vía telepatía.

Thursday, May 05, 2005

Semilla de Dios Semilla de Edén: Preludio y Cap. 1

Semilla de Dios
Semilla de Edén
Una novela por David Caleb Acevedo


El Preludio del Primer Motor


Mohandas Karamchad, mejor conocido como Ghandi, se levantó sudando. Había llegado ya la hora. Su más ferviente enemigo se acercaba a las indias. Sólo quedaba un día de ruta para que el ejército alemán terrestre arribara a tierra punjabi. Pero su plan tenía que funcionar. Cada profeta en su casa, cada avatar en su casilla. Los dos hijos del bien y el mal tenían que enfrentarse tarde o temprano. Y Ghandi, descendiente de la luz, lo sabía tanto como Adolfo Hitler, hijo de la oscuridad. Así comenzaría la última batalla que tendría el mundo entre los dos grandes poderes, en este universo paralelo tan particular, la última batalla que decidiría la fe y el destino de muchos, la gran batalla que no sería ganada por ninguno de ellos, mas por la gente que nada tuvo que ver, los que sobrevivieron el horror, la numerosa gente pequeña que hace girar la rueda del mundo.











Capítulo uno


En esta época del año, la marea en Puerto Cádiz sube unos 37 metros hasta dejar en la orilla toda la basura que marineros y bañistas hayan depositado en el mar previamente. No es una buena época para ir a la playa, pensó la misteriosa mujer en voz alta. Sin embargo, allí estaba ella, soleándose desnuda, su musculoso cuerpo, pleno en juventud y fibra asimilando los rayos del sol como si fuera planta en proceso de fotosíntesis. Allí estaba la mujer, en su silla de playa, con solamente un sombrero de paja puesto, entre el sargazo y la basura enredada en él, buscando la paz interior en los rayos del sol, cuando de pronto atisbó a la orilla del mar. Las olas vomitaban algo reluciente, como una ostra expeliendo deliberadamente su preciada perla, mas el objeto era demasiado grande.

-¿Qué diablos será...? –se preguntó inocentemente, mas su mente financiera inmediatamente comenzó a hacer especulaciones en torno a algún nuevo ser espirituado o desvariado, que el mundo hubiera desertado, los actos de circo que podría desempeñar para su carnaval, y cuánto dinero ganarían ambos sacándole partido a la simbiosis.

Su curiosidad pudo más que ella, así que se levantó y corrió hasta la orilla de la playa, desnuda, su cuerpo de músculos en piedra moviéndose a la velocidad de una sombra proyectada por el candente sol de esta época en Puerto Cádiz. La mujer se acercó, pero el muchacho lo que vió fue un hombre desnudo, un hombre con partes pudendas femeninas, sin barba, y con cara de mujer. Justo entonces, el muchacho, que había sido devuelto por la marea, no pudo más y se desmayó. La misteriosa mujer lo tomó en sus brazos sin ningún esfuerzo. Parecía un niño de 14 años de edad. Era bien parecido, pero había algo en su rostro que la desconcertaba. Lo que ella había visto brillar en el mar no era él, aunque ciertamente el niño emanaba una tenue luz interior. Cuando la mujer lo levantó en sus fuertes y musculosos brazos, un pequeño candelabro roto de siete brazos reposaba ahogado entre los brazos del niño. El artefacto, que era de oro y plata a la misma vez, era muy similar al símbolo pintado en los camiones y las caravanas de su circo carnaval. Algo le dijo a BusinessWoman que debía ayudar a ese niño porque el mar no devuelve las cosas por mera casualidad.

Al día siguiente, Soleil Gras despertó de su agudo sueño gritando los nombres de sus padres.

-¡Mama! ¡Papa! ¡El agua está fría! ¡Le tengo miedo a los tiburones! ¡Mama! ¡Papa!

Pero sus gritos son ahogados por la tos, y luego, de nuevo, por el cansancio acumulado de siete años. Se despierta finalmente ese mismo día por la noche. Abre los ojos y lo primero que ve a su alrededor es una habitación amueblada con butacas tapizadas con terciopelo rojo, asimismo las cortinas y demás accesorios. El guardarropa y la coqueta eran de madera de cerezo rojo. La alfombra sobre el suelo hecho de tablas de madera era verde esmeralda. El cuarto estaba pintado de un blanco muy verdoso, o acaso esa era la ilusión que proyectaba la luz cuando chocaba con la alfombra verde. En la butaca de la esquina roncaba una mujer cuya piel era azul cobalto, que en vez de cabello tenía dos gigantescos tentáculos, endiademados con aros de oro. Sus labios eran del azul de las estrellas, más fuerte, siempre vivo, un azul del nocturno cielo terrestre que no morirá jamás, el cual contrastaba grandemente con el azul de su piel, un añil más agua. Sus ojos, no había forma de saber qué color eran. Pero en su chakra del entrecejo había un zafiro que parecía ser parte de su carne, más piel azul, pero más traslúcida, transparente y excelsa. La mujer roncaba suavemente, su boca entre abierta, el aire soplando entre minúsculos quejidos imperceptibles al oído, mas no al ojo. Soleil se da cuenta de que está desnudo.

Sin despertar a la mujer azul, se arropa en las sábanas y sale de la caravana. La noche lo sorprende con una bofetada de frío negro que se le queda pegada, haciéndolo temblar. Unos pasos hacia delante, se encuentra con una tienda de color malva muy gastado por el tiempo. Escucha los gritos de una muchedumbre que aparenta estar compuesta enteramente de hombres. Cuando se adentra en el espacio, ve a una gran turba de hombres maduros y degenerados pitándole y profiriendo groserías a un trío de jovencitos de diferentes edades que bailaban desnudos, mas que ayudados por la música de una pianista joven de cabello rojo, que aparentaba ser la madre de ellos. Su seño debe haberse fruncido, porque la mente de Soleil no le daba para comprender lo que veía. Los tres jóvenes se pasaban las manos por sus partes pudendas, apretando de vez en cuando una nalga, una gónada, un labio, acariciándose entre ellos. No podía ser que no fueran hermanos, pues parecían versiones de distintas edades de un mismo ser. Sus pieles blancas relucían ante el brillo de los ojos de los hombres que los miraban con ojos de boca abierta y lengua salivosa.

La pianista, al darse cuenta que Soleil estaba allí, algo perturbada, dejó de tocar. Los hombres inmediatamente se voltearon al ver su expresión de asombro. Soleil quedó más desnudo que nunca, con sólo una sábana menuda entre los hombres que eran lobos, en realidad, y su cuerpecito, que aún no había tenido oportunidad de ver e inspeccionar desde que despertó. Nunca en su vida, había tan consciente de su cuerpo, de su tamaño diminuto de niño frente al mundo, de su desnudez... Los tres muchachos desnudos, al ver la situación, se hicieron señas, tomando un plan de acción inmediato para salvarle el pellejo al niño. El más grande le dio un golpetazo al piano con la mano abierta, que trajo a su madre pelirroja de vuelta a la realidad, quien al darse cuenta de su estupidez, decidió tocar una copla-polka-trance-techno lo más rápida y fuerte que pudo encontrar en su repertorio. Los tres jóvenes gritaron, cantaron, aplaudieron con sus palmas, se besaron en la boca, comenzaron una semi orgía en el escenario, fingiendo fellatios, besos negros y penetraciones que jamás harían en la vida real entre sí, desviando así la atención de los hombres lobo hacia sí, dándole tiempo a Soleil para que escapara. El niñito lo hizo inmediatamente, haciendo nota en su mente de agradecerle a los muchachos lo que hicieron por él.

Al salir de la tienda se tropezó con ella. Un fantasma que parecía tener su edad, a pesar de que era obvio que la niña era un tanto mayor que él. El choque le produjo algo de taquicardia, aunque en aquel entonces la arritmia no tenía nombre y se le atribuía al mal de amores y la tristeza. Pero eso era la niña un fantasma vestido de arlequín, blanco y negro, con una máscara que le cubría sólo la mitad de su cara, facciones débiles cubiertas con maquillaje graso blanco y negro, su cabello completamente escondido, dándole apariencia de haberse afeitado la cabeza. La niña lo miró fija pero suavemente, una mirada inocente que mas probablemente observaba a través de él, que a su misma persona insignificante y desnuda... la mirada de la niña arlequín lo hizo darse cuenta de que sólo lo cubría una sábana de dormir. Soleil se sintió aún más avergonzado, y se cubrió lo mejor que pudo. Pero sintió el calor en sus orejas, aun cuando la risa inocente de la niña lo hizo sentir en el lugar preciso, en el momento necesario.
-Hola, me llamo Tsuki. Tsuki Mardi. ¿Y tú?
-Soleil Gras. Es un placer.
-¿Eres judío?
-Sí.
-No lo pareces, pero qué bueno. Siempre es bueno conocer nuevos pescados fríos...

El término caló hondo en los nervios de Soleil. Así llamaban los alemanes a los judíos, mayormente a las mujeres. De repente, su viso cambió totalmente y su expresión se volvió estupefacta.

-Lo lamento, es sólo que la guerra me pone muy nerviosa. Es todo lo que he visto desde que nací.

No es cierto... dijo una voz dentro de la cabecita del niño, que no pudo identificar de dónde provenía, lo cual le pareció extraño. La niña fantasma le estaba haciendo escuchar voces.

-Tsuki, ¿acaso sabes dónde han puesto mi ropa?
-Claro, la tiene Leia.
-¿Quién es ella?
-Leia Luccana. Acabas de salir de su caravana.
-¿La extraña mujer azul?
-Que no te escuche nunca decirle eso. Puedes ofenderla.
-Okay. Tsuki. Contéstame algo. Ni siquiera sé dónde estoy, ni qué hago aquí.
-Yo tampoco.
-¿Tú tampoco sabes qué hago aquí?
-Ve donde Leia. Pregúntale. Yo ni tengo idea de qué haces tú aquí, ni de qué hago yo, ni de quién verdaderamente soy.
-¡Claro que sí! ¡Eres Tsuki Mardi!
-Eso me dicen... ciao, cuídate mucho Soleil, -dijo la niña bailando como hacen los arlequines, mientras desaparecía como la espuma del mar en la resaca, o la niebla cuando sale el sol.

Soleil observó a su alrededor, pero sólo veía gente malhumorada con fuerte acento español, buscando entretenimiento en las tiendas y las caravanas. Soleil decidió buscar qué hacer en lo que decidía si quería hablar con la mujer azul. A su derecha se levantaba una tienda de telas verdes esmeraldas y rojas rubí. Un letrero alumbraba los predios inmediatos en claro inglés traducido al español:
Animal People!!! Freaks!! Two tickets!!
¡Gente animal! ¡Monstruos! ¡Dos boletos!
El niño se paró frente a Gómez, el boletero y alcahuete parado frente al mostrador de la tienda. Gómez lo observó por un momento, muy detenidamente, y finalmente le sonrió. Había algo en la cara del niño que todos comenzaban a reconocer. El hombre de los extraños bigotes de gato grises lo tomó de la mano y lo mandó pasar.

-La primera siempre es por la casa, Soleil.
-Gracias, Sr...?
-Gómez. ¡Que te diviertas!

Soleil sintió las ganas terribles de voltearse y preguntarle cómo sabía su nombre. Pero cuando lo hizo, el hombre ya no estaba allí, lo que dio a aparentar que Soleil había sido el último cliente. Volteando a ver nuevamente hacia el frente, un extraño pasillo de telas de distintos colores se abrió frente a los ojos de Soleil. Que extraño circo... pensó el niño mientras comenzaba a caminar. Con cada paso suyo un viento amorfo levantaba las cortinas, como si fuese la brisa inocente provocada por un niño, dejando ver monstruos extraños que le sonreían y hacían reverencia cuando lo veían llegar: un hombre tritón de nombre Córdova, según decía en un letrero frente a su cortina; una niña rusa nacida con caparazón y piel de tortuga, que tenía el poder de levitar mientras meditaba en las verdades de Stalin, llamada Irina por su madre, llamada Farminga por su padre, llamada Irina finalmente, porque en su casa quien mandaba era su madre; la mujer lobo de nombre Sarah, que probablemente era judía, según decía su letrero, probablemente, porque no había forma de ver la marca de David en su cuerpo, a causa de tanto pelaje; Oliphànt, el elefante hindú-budista sentado en posición de loto, con las patas delanteras haciendo el mantra de sa...-ta...-na...-ma...; Álfargand, un oso con espejuelos puestos que disertaba sobre las nuevas tendencias en la ciencia si se le arrojaba un salmón fresco del cubo que había frente a su cortina, según decía el letrero, pero Soleil no alcanzaba a salir de su asombro, no tanto como para comprometerse en una conversación, por más corta que fuera; y por último, una cortina negra que no se movía ni con la brisa que traía el niño, una cortina de terciopelo muy pesada, tal vez. No. Esa cortina se negaba a la inocencia. Había que tener agallas para abrirla. Eso decía el letrero. Cuando Soleil la abrió, una extraña criatura lo observó tranquilamente. No hacía falta que la cosa saliera a su encuentro bruscamente para provocarle a Soleil un terror desmedido que no conocía límites, gracias a la edad del niño. Con sólo estar allí, la criatura, que parecía una especie de ser híbrido entre un espantapájaros y un gólem, inspiraba el temor que sólo debía pertenecerle a Dios, pensó Soleil sin decir palabra. Soleil dirigió su mirada nuevamente al letrero. Las palabras habían cambiado. Ahora decía:
L’Épouvantail!
Beware of the scarecrow!!
Conjured to come directly from the pages of the Wizard of OZ!!!
Esta vez, no había traducción. Pero Soleil no la necesitaba. El niño le hizo un gesto de reverencia a la criatura y dejó que la cortina se cerrara. La salida de la tienda estaba ante sus ojos. Salió, todavía con la sábana siendo lo único que lo cubría. Los españoles lo observaban como si fuera una más de las atracciones del circo. Ruborizado, decidió continuar con su recorrido a través del circo. La curiosidad ante semejante mundo tan nuevo, tan mágico y extraño pudo más que su vergüenza. En una caseta justo frente a él, dos gordos blancos gemelos hacían algo que olía a chocolate. Sin embargo, el chocolate común y corriente no humeaba niebla blanca. No, que él supiera. Se acercó aprobar, pero los hermanos le salieron al paso formando una gran barricada entre el niño y el chocolate. Sus rostros enrojecieron, pero no de coraje.

-Este chocolate no es para niños... –dijo uno, el que decía llamarse Toybu Holopainen.
-¿Por qué no? –preguntó Soleil, muy interesado.
-Este chocolate es un don de los dioses... –comenzó a decir Toybu, cuando su hermano se acercó al oído del niño. –No le hagas caso. Cuando habla de chocolate se pone poético. Nuestra mezcla tiene opio. Podría ser peligroso para un niño de tu edad.

El hermano que le dijo esto se llamaba Sammy. Habían nacido pegados al cuerpo, mucho antes que los hermanos de Siam, por lo que debían tener más o menos 114 años de edad. Si se le preguntaba a alguno de ellos a qué le atribuían su longevidad, Toybu respondería que gracias a que todos los días comían chocolate de los dioses. Sammy diría que era todo cuestión de genética, una ciencia muy joven para el año en que se desarrolla esta historia.

El olor a líquido caliente marrón y dulce, golpeó los filtros de la nariz de Soleil. Su mente divagó por unos segundos hasta que estuvo dispuesta a irse en un viaje en asecho del dragón sin boleto de regreso. Cuando Sammy Holopainen se dio cuenta de ello, cerró la tapa del caldero de chocolate inmediatamente.

-¡Toybu! ¡Toybu, maldita sea! Trae agua, ¡coño!
-¿Qué ha pasado? –gritó el hermano.
-El niño está intoxicado. ¡Le has echado demasiado opio a la mezcla! ¡Puta madre! ¿Quieres matar a alguien?
-Pero, esto es chocolate poético de los dioses...
-¡Pero qué hostias contigo! ¡Busca agua fría!
-Ya voy, ya voy...

En su percepción alterada de la realidad, Soleil se despegó de su cuerpo y recorrió el resto del carnaval flotando por el aire. Debajo de sus astrales pies descalzos, una mujer china vestida de sedas orientales azules y turquesas. Doblaba papeles para los chicos en forma de origami japonés, les soplaba y los papeles doblados se volvían preciosas grullas que salían volando al instante, rozando las mejillas espirituales de Soleil. Cuando terminó, agarró su espada, un arma blanca de hacía casi cuatro siglos atrás, una reliquia del viejo Imperio Qu, y comenzó a hacer su demostración de Tai Chi Chuan, volando como las aves, o flagelando su espada al aire como una mantis religiosa. Había algo de bruja en ella. Tal vez sus ojos, los cuales su cabello no podía esconder, los excesivamente rasgados, casi como una línea, con algo de verde en ellos, que delataba una sabiduría y disciplina milenarias.

Un hombre le aplaudía, el mismo hombre que le aplaudiría cualquier cosa, aun si no estuviese haciendo nada. El hombre que fumaba de su pipa y por unas cuantas pesetas daba formas imposibles al humo que salía de su boca. Un nudo celta por aquí, una carabela naval por allá, el retrato de su madre en algún otro momento, todos eran formas de humo que Burg Ont hacía aparecer de su pipa. A veces las imágenes hablaban y daban mensajes importantes del más allá a los que sabían cuánto pagar. Pero Burg Ont tosía, y cuando lo hacía, escupía sangre. Manjo, la bruja admirada, se daba cuenta, y enseguida interrumpía lo que estuviera haciendo para buscar un pañuelo y hacer un poco de té de eucalipto y tamárix, dos árboles de estas regiones, cuyas hojas medicinales retrasaban el progreso de cualquier enfermedad respiratoria.

En una caravana cerca, lee un letrero que dice: Si entra jamás será igual. Una mujer, de nombre Accaria, tan vieja que las arrugas se hacían humo en su piel, tanto como su cabello cola de rata, que era de humo también, y sus ojos, de incienso. La bruja de humo, como todos la conocían, veía el futuro de la gente en una bola hecha de cristal soplado que se había cerrado con el humo del incienso todavía adentro, hacía 52 años atrás. Decían que Accaria se iba tornando cada año más etérea porque esa era su nueva forma de envejecer y morir, gracias a la bola de cristal.

Mientras, frente a la caravana, un viejo Indi yace sentado en un catre hecho de púas filosas. La gente lo observa anonadado, pero lo cierto es que lo que él hace mientras medita, es cosa fácil, cuestión de pura física. Tiene que ver con la alineación de las púas tan cercanas una a la otra, y el hecho de que a esa distancia la piel las resiste con facilidad. El hombre, a quien llamaban Zold, tocaba una flauta serenamente, mientras varias serpientes de distintas especies bailaban fuera de unos grandes canastos colocados frente a él. Las víboras eran las que bailaban mejor, gracias a sus dóciles gracias y sus tan frágiles y esbeltos cuerpos. Por último, ante un público más numeroso, tomó una soga de uno de los canastos, la ató al dedo gordo de su pie derecho y tocó la flauta. La soga comenzó a moverse como una víbora tímida al principio, pero luego se puso erecta, hasta levantarse erguida completa y apuntar como columna al cielo. Los españoles que veían el espectáculo gritaron felices de haber visto algo así en sus vidas. Soleil astral sonrió también.

En una gran carpa más adelante, un viejo obrador de milagros curaba a los enfermos que hacían fila. Lo hacía con la fe de la gente, que hilaba como telas imaginarias alrededor de los fieles, porque para él, la fe de la gente era algo tangible. Y por supuesto, los más que pagaban eran los mejor curados que salían de la carpa. A dos pasos se erguía una plataforma donde un alcahuete anunciaba el acto de Lorenzo, el hombre sin huesos que podía estirar todos los miembros de su cuerpo y torcerlos de cualquier forma naturalmente posible. Al otro lado del camino, una gitana italiana con guantes, entrenadora de animales, esperaba con su brazo estirado a que un halcón se posara en su brazo. Los zorros corrían escurriéndose entre sus delgadas piernas, así como las marmotas y las ardillas. Maribella Vervenna no le temía a ningún animal. Nerone y Galda, un perro y un gato que entrenaban para los actos de la gran carpa con los payasos, pero ella era quien les coreografiaba los actos.

Dos bailarines brasileros luchaban en su tan particular estilo de capoeira. La gente los observaba anonadados al ver cómo las patadas en círculo de cada uno formaban círculos concéntricos uno dentro del otro, sin un solo filamento de las telas de sus pantalones rozarse siquiera. Joao y Marco, hijos de inmigrantes mulatos, que fueron vendidos cuando adolescentes en el supuestamente extinto mercado de esclavos.

Soleil continuó volando por el camino hasta llegar a la gran carpa del carnaval. En pleno acto estaban Iago Montalve, el payaso malabarista, y Alex Ariakov, su mejor amigo, un niño calvo, vestido de payaso cuyo acto se trata de tragar cuchillos afilados. Mientras tanto, en una pequeña capilla, la gente hacía fila para escuchar la voz de un adolescente invisible, Harvey, un muchacho americano que en plena crisis hormonal se masturbó tanto que se olvidó de existir, volviéndose invisible.

Soleil pasó la capilla al final de la gran carpa, salió de esta, y se encontró con varios alcahuetes con estantes de peluches como premios por ganar sus representativos juegos, o con estantes para medir la fuerza golpeando un trampolín con una bala que hará un timbrazo en la timbal superior si el que la golpea es lo suficientemente fuerte o afortunado. Mas allá de los estantes, una casa se erguía sobre patas de gallina gigantes, o lo que parecía simularlas, una casa de heno, un bohío que según el letrero, albergaba a Ononoke, la princesa endemoniada, que ha estado preñada desde hace años y nadie sabe de qué.

Finalmente, Soleil aterriza su cuerpo astral frente a una caravana desolada, la última en el camino, que sólo puede ser vista por aquéllos que no la estén buscando, pues está un poco apartada del camino. Cuando Soleil fue a entrar, unos enanos trillizos se le aparecieron de frente. Uno tenía el cabello negro, el otro lo tenía rojo, y el último, blanco.

-A este lugar... –comenzó el primero.
-...no puedes entrar... –continuó el segundo.
-...de esta forma. –culminó el tercero.

Acto seguido, los trillizos se tomaron de las manos y sus ojos comenzaron en refulgir en una fiesta de luz psicótica roja, verde y negra, los tres colores a la misma vez, en un mismo tono, en una misma fuerza. La luz explotó en un rayo uniforme de sus seis ojos, violentando a Soleil de vuelta a su cuerpo, casi una milla atrás, en brazos de Sammy Holopainen, quien continuaba administrándole cataplasmas de agua fría e hierbas mentoláceas que seguramente lo trajeron de vuelta al mundo tangible.

-¿Dónde está Leia? –gritó Soleil tan pronto como despertó, barnizado con su propio sudor.
-Tranquilo. Debes calmarte.
-¡¿Dónde esta Leia?!
-Está bien, está bien, te llevaremos a ella.

Lo peor de un carnaval, pensó Sammy Holopainen, no sólo es las constantes mudanzas, sino también las ubicaciones distintas de las caravanas, las carpas y las tiendas, con cada nuevo lugar al que llegan como parte del circuito del circo. Toybu y él anduvieron con el niño casi una milla buscando la caravana de donde había salido originalmente el niño. Cuando por fin la encontraron, Leia estaba afuera, fumando un habano.

-Métanlo adentro, -suspiró la mujer extraterrestre antes de soplar el último bocado de humo de su habano, humo que salió en forma de platillo volador, tirar el porro a la yerba, y levantarse para ir a hacer su acto. –Soleil, necesito que me hagas un favor. No salgas todavía de la caravana. Hay mucho que tenemos que discutir, antes que decidas si te quedas con nosotros en el circo o no. Dame la oportunidad de que por lo menos hablemos. Pero no salgas. Piénsalo y nos vemos luego, cuando termine mi acto.

Los gemelos le sonrieron y se fueron detrás de Leia, cerrando la puerta de la caravana de la mujer azul tras de sí. Afuera las risas de los niños opacaban el vacío del niño. Soleil trataba de recordar, pero la última imagen en su mente era el barco, era él saltando al agua, era Hitler y la amenaza del Exodus, que era enviado de vuelta a Alemania por los británicos que lo habían interceptado de camino a Palestina, el barco lleno de judíos que trataban de exiliarse, el océano frío que por obra de Dios congela todo lo que toca... Su familia debió haber regresado a Auchwitz y probablemente sus padres y su hermana estaban ya muertos. La risa de los niños, los adultos tratando de controlarlos y complacerlos a la misma vez, y la alegría de que el circo visite Puerto Cádiz sólo una vez al año como parte del circuito... se juntaban las voces y las risas para conspirar en contra de la soledad que buscaba Soleil. No pudiendo concentrarse, meditó nuevamente en la habitación que lo envolvía delicadamente, sin asfixiarlo: las butacas tapizadas con terciopelo rojo, asimismo las cortinas y demás accesorios; el guardarropa y la coqueta de madera de cerezo rojo, la alfombra verde esmeralda sobre el suelo de tablas de madera; las paredes pintadas de un blanco muy verdoso, o acaso esa la ilusión proyectada por la luz cuando chocaba con la alfombra. Nada parecía nuevo, excepto la caja de puros, la cual examinó de cerca, una caja de madera de palma de dátiles, decorada al estilo art nouveau con plata y oro blanco, que no son lo mismo pues se distinguen en opacidad y verdor, cuya tapa por dentro tenía una nota en papel pegada con cola, que decía “Para que practiques lo que te enseñé, chula, B. O.” Sobre la mesa de noche, según pudo apreciar Soleil, había un álbum de fotos de gente que había reconocido en su pequeña travesía, y otros que no conocía, fotos en la más estricta sepia, algunos de los rostros desconocidos repitiéndose en terribles y espantosas fotos de gente muerta reclinada sobre bancos de madera o mecedores de mimbre, como era la costumbre de ciertos fotógrafos de la época. Los rostros con muertos ojos cerrados forzaron a Soleil a cerrar el álbum con apresurada mesura. Soleil decidió recostarse en la cama donde había dormido, a mirar el techo de la caravana sin sueño alguno, a contar los abominables minutos de sopor nocturno, esperando por el regreso del hada azul. Todavía su piel le parecía un enigma. Dirigió su mirada al tocador, pero no encontró nada que pareciera pintura para pieles. Tampoco encontró paquetes con escamas falsas.

A medida se adentró más la noche, las risas fueron muriendo, dando paso a órdenes de los capataces del carnaval, los que mandaban sobre los demás empleados que montaban y desmontaban las carpas, el coloso, las otras machinas, y ataban las caravanas a las camionetas importadas de Alemania.

-Bien, gente. ¡Vamos! ¡A echar polvo! –gritaba un hombre afuera. –¡Recojan todo que nos vamos!

Justo entonces, una Leia muy cansada y sudorosa entró por la puerta de la caravana.

-¿Te has aburrido esperándome?
-No mucho, -contestó Soleil muy honradamente.
-¡Pues qué bueno! Porque mira que yo sí. A veces este trabajo me harta, -suspiró mientras tomaba una toalla de su armario para secarse el sudor entre sus senos azules.
-¿Qué va a pasar ahora?
-Recogemos y nos vamos.
-¿Por qué?
-Porque BusinessWoman dice que ya es hora de irnos. Las cosas en España no están muy bien. Franco aliado con Hitler no es muy buena combinación. Especialmente para nosotros, que peor que gitanos, somos judíos.
-¿Una judía con piel azul?
-Bueno, chico, se es parte de donde se está, ¿no?
-Tengo una pregunta.
-Tienes muchas. Puedo verlo en ti. Cuando comencemos a movernos te contesto las que pueda. Dame un minuto.

La mujer extraterrestre abrió nuevamente la puerta de su caravana y se dirigió a alguien que Soleil no podía ver.

-¿Eh, Lord Byron? ¿Ya nos vamos? –gritó, a lo que el hombre contestó algo que sólo ella pudo escuchar. –Avísame para las turbinas.
-¿Las turbinas? –preguntó Soleil, algo sorprendido por el término. -¿Qué es eso?

La mujer extraterrestre le contestó sólo con una guiñada de ojo, y un atisbo de luz fosforescente de la gema a mitad de su frente. Volvió a mirar hacia fuera, a ambos lados, y cerró la puerta, para sentarse en el piso de su caravana. Sus ojos se cerraron frente a Soleil, abriéndose lo que al principio había parecido una gema, pero que era un tercer ojo entre ambas cejas. Inmediatamente, unos dibujos se iluminaron en el piso, arabescos sin sentido, pero con una lógica muy reverente y elocuente, letras que parecían escritas por una mano muy fina y de registro elevado, posiblemente divina, aunque no santa, porque la letra era perfección visual total, haciendo que dibujo y letra formaran palabras de luz que estremecieron la caravana.

Soleil miró por fuera de la ventana de la caravana. Lo que vio lo dejó perplejo: todas las demás caravanas seguían la suya, despegando de la tierra poco a poco, volando hasta alcanzar una cierta altura, para luego, en medio de la noche, huir de la España franquista hacia un nuevo destino dentro del circuito del circo, un destino que él no conocía, pero que seguramente borraría de su mente las tantas preguntas que se cocían dentro de su cuero, preguntas importantísimas que urgían respuesta, para las cuales los labios de la mujer azul permanecerían cerrados.